domingo, 25 de enero de 2009

UNO MÁS EN LA ESTADÍSTICA


FRASE CÉLEBRE:

"Permitir una injusticia significa abrir el camino a todas las que siguen."

Willy Brandt

UNO MÁS EN LA ESTADÍSTICA

Siempre que veo en televisión las campañas que la Dirección General de Tráfico hace –especialmente - de cara a las vacaciones, en las cuales suelen mostrarnos las graves secuelas físicas que un uso temerario del vehículo produce en aquellos que padecen accidentes de tráfico – sean o no responsables de ellos – me hace mirar en mi interior, reflexionar en cómo soy y porque soy así... Y el pasado regresa a mi memoria...

Era una mañana, la madrugada de un día 4 de agosto de 1968. Recuerdo que fuimos en busca de mis tíos y al bajar mis primos, comenzamos a jugar en la calle y claro está, nos regañaron por hacer ruido, era demasiado temprano y eran otros tiempos... Rápidamente entramos en los coches. Mis tíos y primos en su coche y nosotros en el nuestro. Ambos eran de la marca SEAT 600 – el de ellos de tono beige y el nuestro verde claro -. En nuestro “Seiscientos”, así lo llamábamos, íbamos mi hermana, mi madre, mi abuela, papá y yo. Mi abuela se santiguó. Lo ultimo que recuerdo fue que tenia sueño y mi madre que iba en el asiento del copiloto, se quito su chaqueta de un color rosa claro y me la echo por encima.

Marchábamos felices y contentos de vacaciones a Cullera... Y de pronto me desperté en un hospital con la pierna fracturada, me dolía la cabeza y el ojo. No lo entendía... Si yo iba de vacaciones, ¿ qué hacia allí? ¿Por qué no podía mover mi pierna izquierda?

Además había otra cosa que fallaba... ¿Dónde esta mi mamá? Mi madre no estaba; en su lugar, en la amplia y luminosa habitación del hospital, había una señora con mi hermana y conmigo. Mi hermana estaba seria.

Mis tías maternas se quedaban, a turnos, con nosotras en el hospital, durmiendo en el suelo de la habitación – en aquella época en el hospital, “La Paz”, no había sillones o en su caso debía de haber uno y estar siempre ocupado, no sé- a pesar de que estábamos bien cuidadas y atendidas, especialmente por sor María que era una monjita muy buena que nos traía zumos y que se preocupaba mucho por nosotras, nuestras tías no querían dejarnos solas. Jugaban con mi hermana y conmigo, pero yo las notaba algo extraño, estaban tristes.

Después, casi un mes más tarde, trajeron a mi madre a nuestra habitación y se llevaron a la señora que eso sí, he de reconocer se portó casi como si lo hubiera sido – a pesar de que no puedo recordar su nombre -, pero a mi papá no le traían con nosotras.

Transcurrían los días de verano, allí, en el hospital. No era tan malo, aparte de no poder movernos de la cama... Nuestras heridas no habían revestido una gravedad considerable, pero aún así, recuerdo perfectamente lo mal que lo pasábamos tanto mi hermana como yo a la hora de que las enfermeras – con sus bonitos uniformes – viniesen a curarnos las heridas que con el roce de las sábanas y de los plásticos que ponían debajo de ellas, lamentable e irremisiblemente se nos formaban en la espalda. ¡Dios, desde entonces, nunca me han gustado los porrones; a pesar de estar llenos de sidra...! Sí, porque venían con dos de ellos y yo no sé que narices de liquidito tendrían dentro, pero lo que puedo asegurar es que escocía tremendamente. Era horrible y así un día seguía al otro...

Días antes de salir del hospital, con mi madre ya más recuperada – ella tampoco sabía nada - nos dijeron que papá había muerto. ¿Por qué mi hermana no lloraba? ¿Por qué no se sorprendía? No podía entenderlo... Después logré saber la respuesta. Ella, mi hermana, no iba dormida y lo vió todo. ¡Asesino, ha matado a mi padre!, por lo visto esa es la frase que pronunció – a sus 10 años – cuando la sacaron del coche y vió al conductor del otro vehículo.

Yo no era muy consciente, en ese momento, de lo que la pérdida de mi padre iba a transformar mi vida y mi carácter; realmente a mis ocho años, no podía saber lo que eso significaba. Con el paso del tiempo, de lo primero que me di cuenta era que ya no podía escuchar sus pasos subiendo la escalera, mientas silbaba y traía una botella de vino tinto. Le gustaba tomar un poco, con gaseosa, en la comida. No, nunca más volví a escuchar sus pasos ni a escuchar sus risas ni a sentir el roce de sus labios al darnos el beso de buenas noches...

Tampoco pasaba ya a mi habitación, por la noche, antes de acostarme a revisar dentro del armario, detrás de las cortinas y debajo de las camas (mi hermana y yo dormíamos en la misma habitación, pero en diferentes camas)para asegurarme que “nada” ni “nadie” se escondía en alguno de esos lugares para asustarme en la oscuridad de la noche. Siempre fui y sigo siendo muy miedosa. ¿De qué? Nunca lo he sabido.

Y, poco a poco, empecé a ver todo lo que conllevaba la ausencia de mi padre y comencé a preguntarme porque no había sido yo. Me decía una y otra vez que yo debí de morir en su lugar, hubiera sido lo mejor para mi madre y mi hermana.

En nuestro colegio éramos conocidas como “las niñas del accidente” y me doy con un “canto en los dientes” porque al menos no nos llamasen “las huerfanitas”. ¡Dios, cuánto odiaba escuchar esa frasecita!... Y menos mal que mi madre tuvo la genial idea de no vestirnos, a nuestra edad, de luto lo cual en aquella época era bastante típico. Mamá simplemente dijo que bastante teníamos con haber perdido a nuestro padre como para ir de negro... Ahora, con la mirada atrás y cuando veo a mi hija que casi siempre viste – al igual que sus amistades – de ese color me queda la duda de saber si irían vestidos así, si tuviesen la “obligación” de llevar un luto, como antiguamente... ¡Seguro que ni en sueños...!

También me sentía diferente cuando nos daban las notas ya que era la única – por suerte para el resto - niña de mi clase a la que el boletín de calificaciones se las firmaba su madre. Quizá por eso, siempre he firmado yo los de mis hijos...

Y fui creciendo y notando cada vez más que yo tenía una casa, pero carecía de un hogar. Mi madre trabajaba mucho y no podía prestarnos la atención que otras madres prestaban a sus hijos (la que antes sí teníamos). No podía hablar con ella acerca de mis inquietudes o temores. Crecía siendo un estorbo para mi hermana mayor, que tenía que “cargar” conmigo cuando iba con sus amigas... Y seguía sin notar el calor de un hogar. Sentía cada vez más la falta de mi padre y lo injusta que era la vida. Aunque eso sí, siempre que necesitaba ese “calor de hogar” me refugiaba en casa de mi tía Pepi, con mis primos – especialmente mi “prima gemela”- o bien en casa de mi mejor amiga desde la infancia, Escu. A cambio de mi padre, la vida siempre me ofreció buenos amigos, amigos de verdad, de esos que te quieren por ser tú y que siempre y a pesar de todo tienes a tu lado...

Mi vida también cambió en el sentido de que, al contrario que el resto de mis compañeras de colegio (en aquella época las mujeres casadas no solían trabajar fuera de casa), tanto mi hermana como yo debíamos de ayudar en todo lo posible a nuestra madre en las tareas domésticas... Y aún así ambas, obtuvimos el título de bachiller superior (aunque eso sí, yo de letras...). Hoy en día discuto con mi hija por ese motivo. Ella, como otras muchas, no “hace ni el huevo” tal y como suele decirse y los estudios... ¡Mejor no hablar!

A causa de ese fatídico accidente, una parte de mí tuvo que madurar muy aprisa y volverse responsable. Tal vez, demasiado. Yo no era demasiado buena estudiante, iba sacando los cursos “a trancas y barrancas” y cada vez que mis profesores decían las notas y yo suspendía me costaba un verdadero suplicio. ¿Cómo decirle a mi madre, con todo lo que trabajaba para pagar nuestros estudios que había suspendido? Y entonces lloraba, lloraba mucho tan solo de pensar el disgusto que la daría y volvía a desear haber ocupado yo el puesto de mi padre.

La muerte de mi padre, por otro lado, me hizo valorar las cosas que realmente son importantes que hay en la vida, lo que no es material, lo que el dinero no puede comprar: una familia “bien avenida”, el cariño, el amor, ser “una piña” ante las adversidades, el “estar juntos”, el calor de un hogar feliz... Y claro está... La verdadera amistad.

Ahora, con el transcurrir de los años vividos desde aquel accidente puedo asegurar que hay otras “secuelas” que también son muy graves y que duelen mucho. Secuelas que, al igual que las físicas, te cambian el carácter... Yo soy el fruto de una. Y por supuesto siempre queda ahí, en el aire, esa pregunta: ¿cómo habría sido la vida de mi madre, de mi hermana y la mía si nuestro coche no se hubiese “encontrado” con aquel otro...? ¡Quién lo sabe!, aunque de algo sí estoy segura...

Para tráfico simplemente fuimos un número más en una estadística de accidentes de tráfico, de un día de agosto de …

© Rosa María Castrillo

viernes, 23 de enero de 2009

Poema a María Ermita



FRASES CÉLEBRES:

"Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti."

Friedrich Nietzsche (1844-1900) Filósofo alemán

Y para tí, María Ermita y para todas las personas que le echan "coraje" a la vida, esta otra frase:


FRASES CÉLEBRES

“ No son las pérdidas ni las caídas las que pueden hacer fracasar nuestra vida si no la falta de coraje para levantarnos y seguir adelante”

V.M. Samael Aum Weor

Este poema se lo dedico a una gran mujer que vive en una pequeña aldea de Lugo a la que tuve el honor y la suerte de conocer el pasado verano. Es una mujer de gran valor que lucha contra esa terrible enfermedad llamada cáncer.

MARÍA ERMITA

Con ese nombre, Ermita, María te bautizaron
Más si hubiesen conocido tu valía y valentía
Por el tamaño que tienen, Catedral, te llamarían

Mujer de gran fortaleza, de valor y de bravía
Yo le pediría a la vida, si por desgracia algún día
En un trance similar al tuyo he de pasar
Que me otorgue tu coraje
Para así poder luchar
Contra esa enfermedad.

Madrid, 28 de Agosto de 2.008
© Rosa María Castrillo Rodríguez