lunes, 6 de mayo de 2013

VIOLETA, LA GATETA

En memoria de la gatita Violeta, porque nunca la olvidaremos y siempre recordaremos con todo nuestro cariño.

VIOLETA, LA GATETA

Había llegado el ansiado día. En breves minutos llegaría a casa de los García una distinguida invitada, ni más ni menos que “milady” Violeta. Y no, no se trataba de una noble inglesa, ni siquiera su procedencia era la Gran Bretaña. El verdadero y remoto origen de su raza era Ankara, Turquía, aunque a nuestra inminente huésped se la denominaba y conocía más por el nombre que antiguamente poseía esa ciudad: Angora.

La tal “milady” en realidad era una preciosa gatita propiedad de un amigo de la familia el cuál, al marcharse unos días fuera de la ciudad, iba a dejar a su querida mascota en casa de esos inocentes que jamás habían convivido en su domicilio con un animalito doméstico de cuatro patas, por lo que no sabían lo que les depararía la estancia de tan distinguida huésped…

La arena ya había sido comprada. El resto del “ajuar” de la gateta (así la llamaba cariñosamente su dueño puesto que en realidad la familia de la gateta era oriunda de Catalunya, aunque ella era gata-gata al nacer en Madrid) vendría con ella: arenero, palita para recoger las “augustas” caquitas de “milady”, plato para echarle la comida, dos cucharaditas de plástico pequeñas para partirle el contenido de la lata que comía y que, al parecer, venía en un bloque compacto; asimismo estaría incluido en el lote otro recipiente para el agua, un spray para evitar el “agradable” olor de los “regalitos” que Violeta dejaría enterrados en la arena del arenero y una correa, por si había que mantenerla sujeta y, lógicamente, los envases con su comida. Eso sí, los anfitriones se encargarían de comprar el jamón de York que tenia por costumbre ingerir tan exquisita gata por las mañanas. Por supuesto ya estaba comprado, y además sin sal para evitar que a “milady” le diese más sed de la necesaria. ¡A esa familia todo se les hacia poco para agasajar y tener en “palmitas” a la anhelada visita!

Sonó el timbre. Era el hijo menor quién había ido a recoger a Violeta. El joven portaba en una mano una gran bolsa de plástico con los accesorios del animalito y en la otra a la pequeña “milady”, quien se encontraba en el interior de una extraña bolsa de tela a cuadros - muy desgatada ya por el uso -, especial para portar a los gatos, aunque no se trataba del típico transportín que era más rígido y de polipropileno (algo así como el plástico duro, en cristiano) conocido por ellos. Al preguntar la madre, el muchacho contestó que ese también era un transportín pero ella pensó que debía de ser más incómodo para el animalito, al notar más los movimientos de su dueño al caminar. La mujer pensaba que en uno fabricado con material duro la gatita notaría menos esos movimientos. Además, si su sobrina que era veterinaria utilizaba transportines rígidos, ¡por algo sería! Por supuesto no llegó a exponer tal comentario a su hijo ni formular, por tanto, ninguna pregunta al respecto. En fin, ¡allá su amo!

Al entrar en casa Miguel abrió la cremallera de la bolsa de viaje para que la gateta saliese. Fernando les había dicho que lo primero que tenían que hacer, nada más llegar, era enseñar al animalito dónde estaba su particular y privado “trono”, el arenero, para que la gateta supiese dónde tenía que acudir cuando la necesidad le apremiase… También debían enseñarle toda la casa, habitación por habitación, para que viese que no había ningún peligro y eso sí, les aseguró que Violeta no daría ningún problema puesto que estaba muy bien educada: ni se subía por encima de los muebles, ni arañaba cortinas, ni se la pasaba el día maullando. Era una gatita muy tranquila.

“Milady” salió y reconoció mediante inspección ocular tanto el pequeño cuarto de baño, que a partir de ese momento y hasta su marcha sería de su uso exclusivo, como el resto de la casa, incluida la habitación de la “leona”. Así llamaban madre e hijo a Silvia, la hermana mayor del muchacho. Y es que esa muchacha más que ser una “gata” (así se llama a las nacidas en Madrid, de pura cepa) era, cuando se cabreaba, una verdadera fiera currupia. Afortunadamente no estaba en casa y por ello no había habido ningún problema a la hora de mostrar a la gateta el “santuario” de la primogénita.

Era el animalito cosa preciosa, pequeñita, cubierta por un sedoso y largo pelo de color negro, brillante a causa del buen cuidado que recibía por parte de su dueño, salvo unos pelillos blancos. Violeta tenía grandes, expresivos y lindísimos ojos verdes; su cabecita redondeada, al ponerse de lado, ofrecía gran similitud con aquellos gatos considerados sagrados por los sacerdotes egipcios en la antigüedad, en la época de las pirámides. Al poco tiempo llegó Silvia quien se entusiasmó con la gatita, habida cuenta que ésta se dejo acariciar por ella sin moverse del sofá. Igual ocurrió con la tía de los muchachos. La mimosa gateta enseguida conquistó a los moradores de la casa, consintiéndola todos los caprichos. Por su parte la gateta enseguida se habituó a sus nuevos amigos, al comprobar lo bien que se ocupaban de ella: cuidándola, mimándola y dándole su deliciosa cena. Era una especie de paté de buey y cordero que, a gusto de Rosa, olía que apestaba, además de tener pinta de estar crudo. ¡Aghh, qué asco! Por supuesto que a la mujer no la quedó otra que “tragarse” su asco y, ayudada por su hijo, y una vez echado en el platito decorado con dibujos de los 101 Dálmatas de Walt Disney, cortar el compacto bloque de carne en porciones muy pequeñitas, partidas con las cucharitas de plástico que se asemejaban a las que se utilizan para comer helados de cucurucho. “Milady” se zampó el contenido del plato en un santiamén, relamiéndose después y dejándose acariciar por sus cuidadores. Sin duda se encontraba a gusto en esa casa. Ahora sólo faltaba saber dónde iba a dormir la preciosa gatita. Miguel se la llevó a su habitación y la gateta, subida a la cama, se echó a los pies. Se apagaron las luces y todo quedó en silencio. Era hora de dormir.

¡Y tururú corneta! Un par de horas más tarde comenzó la sinfonía en “maullido” mayor, proferida por la divina soprano Violeta…

Una a una fueron encendiéndose las luces de las habitaciones, al mismo tiempo que las puertas de las mismas se abrían. La gatita no estaba ya en la cama sino en el suelo y su “miau-miau”, en el silencio de la noche, resonaba en realidad más estridente de lo que en sí era. 1Vaya, vaya, con que la gatita no decía ni pío por la noche…! ¡Verás mañana los vecinos!, ja,ja,ja, de seguro que se van a acordar de mí… y de toda mi familia, dijo la madre.

Todos convinieron en que, sin duda, la gateta echaba de menos tanto a su dueño como a su hogar. Sea como fuere en toda la noche ya no hubo quien durmiese y a las seis de la mañana, en un desesperado intento de acallar lo que parecían ser quejicosos requerimientos, dieron a “milady” una lonchita de jamón de York la cuál fue devorada con fruición. Al poco tiempo se pudo escuchar un extraño ruido que provenía del arenero: la gatita de angora estaba echando arena, con sus patitas, a fin de enterrar sus deposiciones. Una vez hecho esto se paseó alrededor de Rosa, pasando entre sus piernas y rozando las de la mujer con su peludo cuerpecito. Después se subió al sillón y, dejándose acariciar, cerró sus ojazos verdes y durmió un ratito.

El ama de casa reanudó los quehaceres domésticos que había dejado en “stand by” al ser prioritario para ella la limpieza del arenero y el fregado del suelo de baño, ya que la linda angorina había echado casi todo el pis por las baldosas. La mujer abría la ventana de la habitación para aviarla, cerrando la puerta para evitar que la gatita, al despertar, fuese allá y se subiese en el alféizar de la ventana; lo cuál podría suponer un peligro para el animalito, según ella pensaba. Hacía rato había pasado la “hora del angelus” cuando Rosa se dispuso a preparar la comida y, para evitar la concentración de humo en la cocina, abrió un poco la ventana, manteniendo la puerta bien cerrada. Una vez puso el guiso en la olla, salió y encontró en el pasillo a “milady”. La habló cariñosamente y la gatita se acercó a ella rozando su cuerpecito contra las piernas de esta, acariciándola. Rosa se agachó y pasó su mano varias veces desde la cabecita, bajando por el lomo de la gatita, hasta su cola. Era muy graciosa la forma en que la gateta elevaba su parte trasera para permitir ser acariciada.

La mujer marchó al salón y una vez allí escuchó el maullido de Violeta quién parecía llamarla. La gatita se encontraba en la entrada del baño con la mirada fija en Rosa. Ésta fue allí y enseguida se dio cuenta de lo que la preciosa gateta quería decirla. ¡Había hecho pis dentro del arenero! Rosa acarició a la pequeña angorina diciéndola lo bien que lo había hecho. Violeta se dejó acariciar subiéndose, acto seguido, en el sillón del salón, otro de sus territorios conquistados…

La puerta del pasillo, junto con el resto de las habitaciones, estaba abierta ya que el ama de casa iba y venía limpiando aquí y fregando allá. Por fin terminó y se fue al salón. Encendió la televisión y esperó que su hijo llegase del instituto para comer juntos. De repente echó en falta a la gatita. La llamó pero Violeta ni maullaba ni se hacia visible. Rosa comenzó a buscarla por las habitaciones. Miró detrás de las cortinas, debajo de los sillones y de las camas. La buscó por los rincones pero no pudo encontrarla. La ansiedad aumentaba por momentos en el ánimo de Rosa. ¿Dónde podrá estar?, ¿dónde se habrá metido?, se preguntaba una y otra vez. De pronto cayó en la cuenta de que la ventana de la cocina estaba un poco abierta y temió lo peor. ¡La gateta se había escapado! Fuera de sí, pensando en los peligros que una gatita de pedigrí, tan mimada como esa, podría sufrir allá, en la peligrosa vida callejera que a partir de entonces podría esperarla y sin querer ni imaginar el dolor que esa pérdida causaría tanto al dueño como a su propio hijo, la ansiedad se fue convirtiendo en pura angustia. Lloraba y buscaba. Buscaba y lloraba. Rezaba a todos los santos, especialmente a San Antonio que, según dicen, es el encargado de encontrar todo lo que desaparece… Se vistió y salió de su casa en una disparatada y banal búsqueda de Violeta. Miró por el patio de la comunidad en la que vivía y al no encontrarla salió a la calle, caminó entre la rosaleda, se paró y miró en un descampado. Había otros felinos callejeros pero nada, ni rastro de la querida gateta. Con el alma en vilo y la enorme tristeza reflejándose en su cara regresó a casa. No podía parar de llorar y la gran tensión a la que estaba sometida la hizo caer en eso que se denomina “ataque de nervios”. Minutos más tarde sonaba el timbre de la casa: era su hijo. El muchacho, al entrar, lo primero que hizo fue preguntar sonriente por Violeta, pero al ver la cara de su madre se barruntó algo malo. No tuvo tiempo de pensar en más ya que la madre, al instante, le soltó a bocajarro que la gatita se había escapado. Miguel se echó las manos a la cabeza diciendo: “me mata, Fernando me mata”. El joven comenzó a buscar a la gata por toda la casa, a pesar de que su madre le decía una y otra vez que ya lo había hecho ella sin obtener resultado alguno. Su búsqueda también resultó infructuosa. Miguel se dirigió a la cocina, volviéndose hacia su madre para decirla con voz alta, profunda y rotunda que era imposible que la gata hubiese saltado al patio desde esa altura. Aún así ambos bajaron y volvieron a echar una ojeada por el patio y por la calle. Al regresar a casa el muchacho preguntó a algunos de sus vecinos si la habían visto. La respuesta de todos ellos fue negativa. Lejos de desanimarse Miguel repetía una y otra vez que iban a encontrarla. Cayó en la cuenta de que, en todo caso, tal vez la gateta había pasado, saliendo por la ventana de la cocina, a la terraza del vecino de al lado. El hombre no estaba pues hacia ya un par de horas que había marchado al trabajo. Madre e hijo pensaron entonces en la posibilidad de que Violeta hubiese entrado dentro de la casa de ese vecino, al estar la puerta de la cocina de éste abierta, sin que él se diese cuenta y por ello, quizá, al marcharse y cerrar la puerta de la cocina la gatita se había quedado allí encerrada. Sería cuestión de tranquilizarse y de esperar a que su vecino regresase. Había un rayo de esperanza. Eso era lo realmente importante.

Rosa puso la mesa, pero no su plato en ella. No le entraba bocado alguno. Su estómago se había cerrado a causa del disgusto. Miguel sí comenzó a comer pero, tras ingerir un poco de alimento, dejó prácticamente entero el guiso en su plato. Tampoco podía comer más, a causa de la gran preocupación que tenía. ¿Cómo se lo iba a decir a Fernando?, ¿qué le diría su gran amigo? ¡De fijo que era un irresponsable! La madre le decía que no era su culpa, en todo caso la de ella. En realidad ella no se sentía responsable de tan grave pérdida puesto que estaba convencida de que, a pesar de haber dejado la ventana abierta mientras se hacia el guiso, había cerrado bien la puerta de la cocina al salir. Pero si así era, ¿por qué no aparecía la mascota por ninguna parte?

Sentados una al lado del otro en el sillón, sin siquiera encender el televisor, se miraban sin saber qué más decir o hacer. Así estaban cuando escucharon un maullido apenas perceptible. Al unísono exclamaron: “es Violeta”. Aguzaron el oído y esperaron en el pasillo. Un minuto más tarde se repetía el miau-miau gatuno. Provenía, sin duda, de la habitación de Silvia, pero ¿de dónde? Madre e hijo habían mirado bien por allí y no la habían encontrado. Rosa tuvo una idea. Fue a la cocina y cogió una de las latitas de comida para gatos. La abrió y la dejó en medio de la habitación de su hija. Unos instantes más tarde la pequeña cabecita negra asomaba por un hueco existente entre la pared y el arcón de la cama de Silvia, próximo al radiador. ¡Ahí estaba su escondrijo! La muy tunanta se había pasado gran parte de la mañana ahí metidita, a oscuras, pero ¿cómo podía entrar en esa oquedad tan reducida? Rosa y Miguel se miraron con gesto de sorpresa. Bueno, ahora había que hacer que saliese de allí, pues parecía que la gata no podía o quería hacerlo. ¿En qué forma conseguirían el objetivo? Muy fácil, Rosa acercó la latita al lugar donde estaba la gata y ésta, en dos movimientos, salió de su escondite en busca de su comida; ahora bien, la mujer, que estaba al tanto, en cuanto vió que la gateta había salido, presurosa retiró la lata puesto que hasta la noche no podía darle el alimento. Aquello no pareció sentarle demasiado bien a la aristocrática gata pero dignamente lo aceptó caminando tan sigilosa y silenciosamente como de costumbre, sin emitir maullido alguno. El resto de la jornada prosiguió sin mayor sobresalto aunque eso sí, comentando la “gracieta” protagonizada por Violeta la cuál, después, era motivo de bromas y risas. Sí, decía Rosa a su hermana e hija: “¡menuda risa me dió a mí!, ¡vaya susto me pegué!, mientras acariciaba a la gateta que se había echado a su lado en el sillón, quizá para compensarla por el disgusto.

Un par de horas después de darla su cena y su ración de mimos, llegó la hora de dormir. Violeta tomó posesión de la habitación de Miguel motivo por el cuál el joven volvió a compartir cama con la gatita. El muchacho temía hacerla daño al moverse, e incluso darle alguna patada ya que la gata se empecinaba en dormir a los pies, en lugar de hacerlo en un cojín que la habían puesto en el suelo. El caso es que no se sabe cómo lo hicieron pero esa noche no hubo recital gatuno. La diva del canto dormía a pata suelta…

Había amanecido ya cuando Rosa se levantó. Fue a poner la cafetera y se encontró con la gateta en el pasillo. La saludó dándola los buenos días y acariciándola. La gatita debió corresponder a dicho saludo pues su boca exhaló un leve “miau”. Una vez hecho el café Rosa se dispuso a tomar el desayuno y ahí sí comenzó Violeta a repetir insistentemente un maullido tras otro. Sin duda reclamaba su lonchita de jamón de York. Nada más terminar el último sorbo de café, la mujer sacó del frigorífico la “delicatessen” para, troceada, ofrecérsela a la bella gatita de pelo azabache, quien no dudó en comérsela y relamerse pidiendo más…

Al poco rato Rosa, desde la cocina y mientras ponía en marcha la lavadora, escuchó lo que ya para ella era el inequívoco sonido que señalaba que la gatita “estaba en el baño”: el ruido que la gateta hacia con sus patitas al remover la arena en el arenero. Una vez Violeta salió, volteando su cola como si de un plumero se tratase, Rosa fue y vió que, en efecto, tenía tarea que hacer allí…

“Milady” se movía a su antojo por toda la casa; sin lugar a dudas se había adaptado a la perfección y en muy poco tiempo, tanto al lugar como a las personas que allí habitaban. Eso sí, la casa permanecía cerrada a “cal y canto”. ¡Faltaría más!, cualquier medida de precaución era poca a tener en cuenta con tal que la gatita de angora no tuviese la más mínima oportunidad de escaparse aunque, bien mirado, ahora parecía muy dudoso que hiciese tamaña estupidez habida cuenta de lo bien que se la trataba. Sí, sin duda estaba muy a gusto allí y, aunque pudiese, no se escaparía pero como decía Rosa, más vale prevenir…

Violeta gustaba subirse a la cama de Miguel para realizar allí su aseo personal consistente en lamerse sus patitas, entre otras partes de su cuerpecito, y en tales menesteres fue pillada en varias ocasiones por su cuidadora. La anfitriona la miraba sonriente. Cada vez estaba más contenta de tener a la gatita en su casa. ¡Qué mal lo iba a pasar cuando tuviese que despedirse de ella!

El día transcurrió apaciblemente hasta que, por la tarde, Violeta, de nuevo, dejó de dar señales de vida. Nuevamente comenzó la búsqueda. La última vez que Rosa había visto a su mimada gateta fue por el pasillo, en compañía de Miguel. Después el adolescente entró en su habitación para estudiar un rato, dejando por ello de centrar su atención en el animalito. Rosa por su parte pensó que Violeta estaría allí con él.

Pasaron un par de horas y al salir el muchacho de su cuarto la madre le preguntó por la gateta, contestando el chaval encogiéndose de hombros. Erróneamente ambos habían creído que “milady” estaba en compañía del otro, respectivamente.

Buscaron una por una en todas las habitaciones pero de nuevo no la hallaron. No había ninguna duda de que estaba en casa ya que todas las ventanas estaban cerradas. Imposible totalmente su huída. ¿Estaría de nuevo en el hueco de la habitación de Silvia? No podía ser. La habían llamado e incluso habían depositado en el suelo, al igual que hicieran el día anterior, una latita de su comida abierta y Violeta no había salido al olerla. Además, ¿cómo había podido entrar?

Miguel cayó en la cuenta de que, al necesitar un libro de su hermana, había abierto el cuarto de Silvia y no había tenido la precaución de cerrarlo bien por lo que la gateta, con un pequeño empujón podría haber abierto la puerta.

Esperaron un buen rato para ver si salía o si escuchaban algún maullido. Nada, silencio total. ¿La habría ocurrido algo? Rosa empezó a temer que se hubiese quedado atrapada en aquel hueco, asfixiándose. ¡Oh, no, qué horrible!

Afortunadamente Consuelo, la hermana de Rosa, llegó de visita y ayudada por su sobrino desmotaron con gran esfuerzo parte del mobiliario que estaba unido al arcón bajo el cuál, al haber una parte de él hueca, casi con toda seguridad se había cobijado la linda gatita de ojos color esmeralda. Efectivamente el animalito estaba allí y, tal y como Rosa había intuido, se había quedado atorada sin poder salir, la gata sería negra pero… ¡la había liado parda! Violeta estaba tan asustada que ni siquiera emitía un miau. Por fin el joven logró sacarla con sumo cuidado mientras la acariciaba para que se sintiese segura. Una vez en el suelo “milady” se refugió en el rinconcito que formaba, a modo de un cuadrado, la unión de los dos sofás, justamente al lado de la mesita baja que había en el salón. Costó trabajo que saliera de allí. Rosa lo consiguió acercándose despacito a ella mientras, en su mano, llevaba abierta la latita de comida para gatos. ¡Pobre Violetita, menudo susto se había llevado también ella!

A partir de ese momento Rosa comenzó a llamar a la gateta “Barrabasa” o pequeña “Barrabasilla” ya que recordó que su abuela, cuando era pequeña, llamaba Barrabás a su primo pequeño a causa de las trastadas que hacia.

A la mañana siguiente la pequeña “milady” estaba acostada en aquel rinconcito del salón mirando fijamente a Rosa cuando ésta la encontró. La mujer se dio cuenta de que la pequeña Barrabasa seguía sin sentirse segura puesto que no había salido, como acostumbraba a hacer, al pasillo en su busca reclamando con su maullido el jamón de york de su desayuno. ¡Qué pena, con lo bien que se había adaptado antes de aquel incidente! Tenía que hacer que recobrase la confianza y, para ello, comenzó a decirla todo tipo de piropos: “reina mora, sultana, etc., etc.” No se sabe bien si fue por entender las palabras que Rosa la decía o si era por el dulce y tierno tono con los que las decía pero por fin la gatita salió de allí y fue a comerse el jamoncito. Poco después Violeta volvía a la normalidad, caminando por la totalidad de su feudo con esos garbosos andares que hacia que su cola se izase al compás de tan elegantes y silenciosos movimientos.

A media mañana el ama de casa observó como la gateta parecía buscar “algo” ya que iba de un lado para otro. Rosa cayó en la cuenta de que quizá el animalito necesitaba un sitio oscuro para dormir y sentirse segura, al no ser esa su casa. La mujer bajó la persiana de la habitación de su hijo y poco después comprobó como Violeta se introducía en ella. Se quedó unos minutos contemplando a la gatita a través de la puerta entreabierta y vió como ésta realizaba el ritual del aseo. Una vez realizada la higiene, la gateta se sentó en el borde de la cama más próximo a la puerta de la habitación mirando con sus preciosos ojazos fijamente hacia el pasillo, mientras movía su colita tan pronto de arriba hacia abajo como de un lado hacia otro, para después de un rato irse a tumbar al borde opuesto, al más cercano a la ventana del dormitorio. Ese día y los sucesivos hasta su partida, “milady” gustó dormirse un ratito allí, hecha un ovillito al enrollarse sobre sí misma.

El resto de los días todos los habitantes de la casa, gateta incluida, los pasaron en paz y tranquilidad, disfrutando de la mutua compañía. Violeta, quizá por aquel gran sobresalto, había sido más mimada de la cuenta, convirtiéndose en la verdadera dueña y señora de la casa, por lo que ahora se subía por encima de los sillones, de los muebles e incluso de la mesa… ¡Pequeña Barrabasa!

Llegó el día en que había que devolver la mascota a su dueño. ¡Qué tristeza tan grande! Los ojos de Rosa se habían tornado acuosos y su hijo, para consolarla a ella y para sentirse mejor él, le decía que no era una despedida ya que, en alguna otra ocasión, la gateta volvería a pasar unos días con ellos. Él se lo pediría a su amigo.

Fueron a buscar el transportín para meter dentro de él a Violeta. Miguel intentó atrapar a la gateta pero ésta salía huyendo, al parecer no quería irse de esa casa. Finalmente el adolescente pudo cogerla y meterla en la bolsa de tela a cuadros, a pesar de que “milady” ponía resistencia moviendo sus patitas. Finalmente entró en el transportín por cuyo lateral se veía la linda cabecita de la gatita mirando con sus ojazos verdes.
Miguel salió de la misma manera como llegó: portando en una mano a la gatita de angora y en la otra todos sus accesorios, pero ahora todo era tan distinto… Y es que la verdadera “pasión turca” para los García ya no era la que el gran escritor Antonio Gala escribiese en su novela sino la que “milady” Violeta, la barrabasa gateta, había provocado durante tan corta estancia en su casa, dejando ya por siempre su huella en sus almas.

Fin