martes, 10 de diciembre de 2013

LA CONCIENCIA DORMIDA

Como si del cuento de Blancanieves se tratase, la conciencia de una gran parte de seres humanos (los que más riqueza tienen) parece estar dormida. Y es que la Bruja del cuento, en este caso el capitalismo salvaje, nos ha dado a probar la manzana envenenada del consumismo… Desde que ha llegado el Padre Francisco parece que brota un nuevo germen de vida, ¡esperemos que no venga la “guadaña” y lo sesgue (el invierno y su nieve, la del egoísmo)! No bastan las buenas palabras que el Papa Francisco I nos transmite, hay que actuar al igual que Jesús lo hizo. Él fue más allá. Él llamó ladrones a los sacerdotes. Pues lo dicho: “al pan, pan, y al vino, vino”. Al brote de vida al que hago referencia no es ese “brote verde” de la economía del que últimamente habla Rajoy. Me refiero a uno que traerá inmensos prados verdes a la humanidad: La esperanza del cambio. El cambio parece que en esta ocasión, en contra de cómo se supone (los políticos son los que deberían cambiar las cosas) vendrá por un cambio real de mentalidad que se producirá de abajo hacia arriba, especialmente a través de las raíces más tiernas pero con un mayor potencial: los niños, los hombres del futuro. Ellos están viendo y viviendo el significado real y el alcance de la crisis provocada por la globalización de un capitalismo desquiciado, fuera de sí, que existe en la actualidad. Pero al mismo tiempo, y paralelamente a ello, también se dan cuenta de que los que menos tienen son, por otro lado, los que más ayudan: ese es el verdadero germen de vida, la esperanza para el mañana: gente más humana, generosa, solidaria. Un ejemplo de ello es una iglesia de un barrio de la periferia de Madrid, en el cual el índice de pobreza es muy elevado. A ella acuden personas mayores, jubilados de escasos ingresos que aún así colaboran generosamente – dentro de sus posibilidades - con donativos y alimentos para ayudar a sus vecinos más desfavorecidos en la lucha por la supervivencia. Lo hacen a través del párroco el cual, por otro lado, aporta también dinero de su salario para contribuir con su granito de arena, junto con Cáritas, ONG’S y asociaciones de barrio a recaudar más dinero para que estas personas - porque son personas y no simples números en una hoja de estadística - puedan comer, pagar la luz, etc. Ese cambio se dará porque esta gran crisis está afectando a diferentes estratos involucrando con ello directa o indirectamente a la gran mayoría de los ciudadanos. Incluso los jubilados que podrían “respirar” tranquilos gracias a sus pensiones que, según dicen, están aseguradas, tienen hijos o nietos en paro y, por ende, los ayudan económicamente. Asimismo los que tienen el trabajo seguro (funcionarios, policías, militares, bomberos, etc.) también, de seguro, un gran número de ellos, tienen a familiares o amigos en tan terrible situación. Y es que… ¡se acabó el estado del bienestar! Podríamos - como cantaba Rita Hayworth en “Gilda”- echarle la culpa a “Mame” pero en realidad sí existen culpables: Por un lado el propio afán de consumo: el consumir por consumir y por otro y sobretodo, por los corruptos, los que evaden capitales, los que defraudan al fisco, los que quieren ganar dinero pagando sueldos míseros, los que manejan a su antojo las altas finanzas, etc. En definitiva: el egoísmo. Y es que estos últimos, personas que amasan verdaderas fortunas, no sólo son egoístas es que, aunque ellos se crean los más listos del mundo tal vez en realidad sean… ¡los más tontos!, porque, ¿acaso los faraones cuando se enterraron con todos sus tesoros se los llevaron consigo al “más allá”? ¡Ni de coña! Lo material se queda en donde la materia está. ¡Ah, que no son creyentes!, ¡que están convencidos de que nada hay después de la muerte! Bueno, pero… ¿y si lo hay? Deberían pensar en que sería mejor actuar un poco en base a ello, por si acaso… Y es que las acciones que se hacen, de fijo, sí quedan grabadas en el alma de las personas, como las huellas dactilares en nuestros dedos. Y yo no digo que se vuelvan franciscanos, ¡que no estaría mal! Es comprensible que les guste vivir bien (¡a nadie le amarga un dulce!, pero cuidado porque el exceso de dulce trae muy malas consecuencias para la salud… en este caso la del alma) y que quieran asegurar un bienestar a sus descendientes pero ¡ni tanto ni a costa de que tantos vivan mal! Pegarse la buena vida o “la vida padre” en un lujoso yate no es delito (si se ha ganado el dinero honestamente), pero es un tanto obsceno, moralmente hablando, mientras tantas personas se están quedando sin sus casas – e incluso suicidándose por ello - o no tienen qué llevarse a la boca por haberse quedado sin trabajo. Por otro lado sería conveniente y se alejaría del egoísmo individualista si cada trabajador - sea cual sea su trabajo - reconociese que ha logrado ese puesto gracias a una educación – al menos en mi país - que ha recibido en forma gratuita, mayoritariamente, y pensase en qué forma y proporción puede devolver al Estado y a los conciudadanos su esfuerzo. Por supuesto hay personas que han podido permitirse unos estudios “a base de talonario”, pero ellos también deberían de pensar en que si es así es porque sus padres han obtenido los ingresos necesarios para ello en base al resto de la población. Y conviene tener presente un buen refrán (sabiduría popular) castellano: “No es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita”. Y doy fe de que así es. Conocí a un hombre verdaderamente feliz, el tío Jaro. Era un hombre de campo que nunca salió de su pueblo para disfrutar de unas vacaciones; ni siquiera conoció el mar, pero su felicidad radicaba en sentirse bien allí, hablar con sus amigos en la plaza del pueblo e ir a tomar un café con ellos los domingos por la mañana y, sobretodo, disfrutar de la compañía de su familia en esas reuniones festivas y… su huerta. Trabajar la huerta y ver como daba su fruto le hacía sentirse feliz. Diría que es ahí donde tenemos que buscar la felicidad: en las cosas más sencillas que nos ofrece la vida. Hemos de darnos cuenta de que el verdadero sentido de la vida es la búsqueda de la realización personal que alcanzaremos sacudiéndonos de encima el egoísmo, siendo más humanos (generosos, solidarios, compasivos) y por ello hemos de procurar el bienestar social, en lugar del bienestar de consumo. ¿Por qué? Bueno, si se es cristiano – como he indicado antes - la respuesta es muy sencilla: cultivar un espíritu bondadoso que nos acerque a Dios es el sentido último de nuestra existencia. ¿Y si no se es? Pues aunque sólo sea por reparar la injusticia que hicieron con Jesús – que ningún mal hizo para morir como murió -. De esa forma, al menos, no murió en balde… aunque nada exista. Quisiera compartir la siguiente reflexión: ¿Qué es mejor salir en la lista de los hombres más ricos del mundo o en la de los más generosos? Sin duda, en mi opinión, que el nombre de uno figure en la segunda. La generosidad es lo más cercano al amor y, no olvidemos, que el amor sí da la verdadera felicidad. Pero mientras se produce ese cambio de mentalidad qué herramientas tenemos para combatirlo: el poder de cada uno de nosotros para cambiar todo. Colaborando y cooperando en lugar de compitiendo. Si cada uno de nosotros lo hace también cada uno de nosotros será ese “príncipe azul” que hará revivir la conciencia colectiva con la que construiremos una sociedad más humana y más justa.

jueves, 19 de septiembre de 2013

EL SONIDO DE LA QUENA

Nada pidió, no le dejaban. Los miró, me miró. Ambos pusimos caras de circunstancias. Entonces reaccioné. Me levanté del asiento y me acerqué a él para hacerle entrega del donativo que apenas unos instantes antes había extraído de mi monedero. Y es que ese hombre moreno de piel y cabello, venido de las américas, había logrado con su arte y magistral dominio de la quena, transportarme a los Andes. Por unos minutos no viajaba en Renfe Cercanías hacia Alcalá de Henares sino que estaba allá lejos, en el Altiplano, contemplando las montañas, el celeste cielo y el vuelo del cóndor. Aquel hispano, con el aire de sus pulmones había obrado el milagro de insuflar en mi alma – al tiempo que ese aire recorría ese instrumento musical de viento y salía diseminado por todos los orificios - una inmensa paz. Merecía no ya aquel pequeño óvolo que yo, modestamente, le entregaba como premio a su trabajo sino, como un verdadero artista que era, subir al escenario de cualquier teatro de Madrid y tocar allí para unos espectadores que, al escucharle, se entregarían totalmente. Más no era así la realidad. Lo que ocurrió a continuación es que, al parar el tren en la estación de Coslada y escoltado por dos guardias de seguridad, tuvo que apearse del vagón. Antes de hacerlo volvió a mirarme. Yo no había apartado mi vista de él y de aquellos hombres. Le sonreí y en voz queda le dije: “gracias”. Le agradecía que aquella bellísima melodía me hubiese librado por un breve tiempo de aquel tedioso run-run machacón del ruido del tren. Aquel descendiente de los incas había sido desalojado del tren por aquellos hombres implacables que cumplían con su trabajo y que, por ello, no podían apreciar su arte impidiéndole - por orden de alguien que seguramente no viaja diariamente a su trabajo en tren – ganarse de esta forma la vida sin molestar a nadie; más bien por el contrario alegrando y amenizándonos el viaje. Entonces pensé ¡qué trabajo tan poco gratificante aquel que, en lugar de amparar a los pobres…! Conclusión: Creo que todos deberíamos de tener en cuenta que la vida es corta pero la eternidad es muy larga. Por ello seamos menos egoístas y tendamos la mano a nuestros semejantes, especialmente a aquellos que más sufren.

jueves, 20 de junio de 2013

ENTRE PEINES Y TIJERAS


Al entrar en aquel establecimiento percibí algo diferente. Observé el color de sus paredes: tres tonalidades diferentes de gris. El más oscuro simulaba el marco de los grandes espejos que allí había. Encima de la mesita baja, como siempre, estaba aquel centro que contenía tres gruesas velas blancas. También podía ver aquel pequeño revistero con diversas revistas del corazón. Las plantas adornaban el mostrador y los secadores y sillas estaban situados en su correspondiente lugar. Todo parecía igual hasta que reparé en un cochecito de bebé.

Al principio pensé que se trataría del hijo de alguna de las clientas, pero enseguida comprobé que estaba en un error. La criatura era el retoño de una de las peluqueras: una mujer joven, con cara de cansancio y grandes ojeras. ¡Qué distinta de la última vez que la vi!

Mientras me lavaban el pelo el pequeño comenzó a gruñir. Tenía hambre. Éramos varias las mujeres que estábamos allí para ser atendidas, por lo que aquella joven madre no podía prestar atención a su bebé en ese momento.

Se la notaba agobiada y entonces pensé en lo difícil que es conciliar la vida laboral con la familiar en algunos oficios. Ella, sin ir más lejos, tenía que llevarse a su pequeñín al local donde trabajaba. Además - dada la situación de grave crisis económica que atraviesa nuestro país - Margarita no podía permitirse pagar una guardería y mucho menos dejar de trabajar: tenía que pagar una gravosa hipoteca.

Una de las clientas se ofreció para darle el biberón pero Margarita temía que, al estar el chiquitín un poco acatarrado, se atragantase. El pequeño cada vez reclamaba más vivamente su alimento y una de las mujeres le pidió permiso para tomar al niño en sus brazos y mecerle. Margarita se le dió agradecida. Todas mirábamos con ternura a aquel pequeño cachorro humano. Y como madres que éramos decidimos que lo mejor sería que atendiese a su hijo. Nosotras podíamos esperar.

La peluquera preparó el biberón y tomó a su pequeño en sus brazos para darle su alimento. No sé por qué, pero me emocioné.

Espero que algún día ese niño que va a crecer entre peines y tijeras, cuando sea mayor valore el esfuerzo que su madre - como tantas otras madres de condición humilde - tuvo que hacer para poder cuidar de él, al mismo tiempo que trabajaba sin descanso para llevar unos pocos euros a su casa.




lunes, 17 de junio de 2013

LA OTRA CARA DE LA MONEDA


Olvidada, erradicada para siempre. Así pensaba Elena de aquella época de chabolismo que, años atrás, se vivió en su distrito. Aquella tarde, tristemente, observó como aquel penoso pasado que constituyó una dramática lacra social podía convertirse en un nuevo presente.

Caminaba por una de las calles de su barrio, como en tantas ocasiones pues era paso obligado para ir a su domicilio, cuando nuevamente reparó en aquella casa cuyas persianas bajadas desde hacia más de un año denotaban la falta de gente viviendo en su interior. Se trataba de una de esas viviendas antiguas cuyos dueños, casi con total seguridad, habían fallecido o estaban en una residencia geriátrica. ¡Hay tantas hoy en día en semejantes circunstancias! Mientras caminaba Elena pensó en que la segunda opción, sin duda, era la que más podía ajustarse a la realidad ya que, en caso contrario, los herederos la habrían puesto a la venta.

Elena pasó por delante y se dirigió hacia el cruce. Mientras esperaba que el semáforo cambiase de color no pudo por menos que exhalar un suspiro proveniente de lo más profundo de su ser. No comprendía lo contradictoria que era la sociedad que los humanos – en ninguna otra especie se daba algo similar - habían creado: unas viviendas se quedaban vacías, sin poder seguir siendo disfrutadas por sus propietarios al no poder estos pagar la hipoteca… Y otras estaban deshabitadas porque sus dueños ya no podían o querían “vivirlas”.

El muñequito se iluminó de verde dándola, de esa forma, permiso para cruzar la calle. Elena así lo hizo. Anduvo unos escasos cuatro metros cuando se encontró con algo nuevo y que causó en ella un tremendo impacto: una chabola.

Una casa vacía y una familia habitando en una chavola hecha por ellos mismos en un solar. Sin duda, las dos caras de una moneda…





lunes, 6 de mayo de 2013

VIOLETA, LA GATETA

En memoria de la gatita Violeta, porque nunca la olvidaremos y siempre recordaremos con todo nuestro cariño.

VIOLETA, LA GATETA

Había llegado el ansiado día. En breves minutos llegaría a casa de los García una distinguida invitada, ni más ni menos que “milady” Violeta. Y no, no se trataba de una noble inglesa, ni siquiera su procedencia era la Gran Bretaña. El verdadero y remoto origen de su raza era Ankara, Turquía, aunque a nuestra inminente huésped se la denominaba y conocía más por el nombre que antiguamente poseía esa ciudad: Angora.

La tal “milady” en realidad era una preciosa gatita propiedad de un amigo de la familia el cuál, al marcharse unos días fuera de la ciudad, iba a dejar a su querida mascota en casa de esos inocentes que jamás habían convivido en su domicilio con un animalito doméstico de cuatro patas, por lo que no sabían lo que les depararía la estancia de tan distinguida huésped…

La arena ya había sido comprada. El resto del “ajuar” de la gateta (así la llamaba cariñosamente su dueño puesto que en realidad la familia de la gateta era oriunda de Catalunya, aunque ella era gata-gata al nacer en Madrid) vendría con ella: arenero, palita para recoger las “augustas” caquitas de “milady”, plato para echarle la comida, dos cucharaditas de plástico pequeñas para partirle el contenido de la lata que comía y que, al parecer, venía en un bloque compacto; asimismo estaría incluido en el lote otro recipiente para el agua, un spray para evitar el “agradable” olor de los “regalitos” que Violeta dejaría enterrados en la arena del arenero y una correa, por si había que mantenerla sujeta y, lógicamente, los envases con su comida. Eso sí, los anfitriones se encargarían de comprar el jamón de York que tenia por costumbre ingerir tan exquisita gata por las mañanas. Por supuesto ya estaba comprado, y además sin sal para evitar que a “milady” le diese más sed de la necesaria. ¡A esa familia todo se les hacia poco para agasajar y tener en “palmitas” a la anhelada visita!

Sonó el timbre. Era el hijo menor quién había ido a recoger a Violeta. El joven portaba en una mano una gran bolsa de plástico con los accesorios del animalito y en la otra a la pequeña “milady”, quien se encontraba en el interior de una extraña bolsa de tela a cuadros - muy desgatada ya por el uso -, especial para portar a los gatos, aunque no se trataba del típico transportín que era más rígido y de polipropileno (algo así como el plástico duro, en cristiano) conocido por ellos. Al preguntar la madre, el muchacho contestó que ese también era un transportín pero ella pensó que debía de ser más incómodo para el animalito, al notar más los movimientos de su dueño al caminar. La mujer pensaba que en uno fabricado con material duro la gatita notaría menos esos movimientos. Además, si su sobrina que era veterinaria utilizaba transportines rígidos, ¡por algo sería! Por supuesto no llegó a exponer tal comentario a su hijo ni formular, por tanto, ninguna pregunta al respecto. En fin, ¡allá su amo!

Al entrar en casa Miguel abrió la cremallera de la bolsa de viaje para que la gateta saliese. Fernando les había dicho que lo primero que tenían que hacer, nada más llegar, era enseñar al animalito dónde estaba su particular y privado “trono”, el arenero, para que la gateta supiese dónde tenía que acudir cuando la necesidad le apremiase… También debían enseñarle toda la casa, habitación por habitación, para que viese que no había ningún peligro y eso sí, les aseguró que Violeta no daría ningún problema puesto que estaba muy bien educada: ni se subía por encima de los muebles, ni arañaba cortinas, ni se la pasaba el día maullando. Era una gatita muy tranquila.

“Milady” salió y reconoció mediante inspección ocular tanto el pequeño cuarto de baño, que a partir de ese momento y hasta su marcha sería de su uso exclusivo, como el resto de la casa, incluida la habitación de la “leona”. Así llamaban madre e hijo a Silvia, la hermana mayor del muchacho. Y es que esa muchacha más que ser una “gata” (así se llama a las nacidas en Madrid, de pura cepa) era, cuando se cabreaba, una verdadera fiera currupia. Afortunadamente no estaba en casa y por ello no había habido ningún problema a la hora de mostrar a la gateta el “santuario” de la primogénita.

Era el animalito cosa preciosa, pequeñita, cubierta por un sedoso y largo pelo de color negro, brillante a causa del buen cuidado que recibía por parte de su dueño, salvo unos pelillos blancos. Violeta tenía grandes, expresivos y lindísimos ojos verdes; su cabecita redondeada, al ponerse de lado, ofrecía gran similitud con aquellos gatos considerados sagrados por los sacerdotes egipcios en la antigüedad, en la época de las pirámides. Al poco tiempo llegó Silvia quien se entusiasmó con la gatita, habida cuenta que ésta se dejo acariciar por ella sin moverse del sofá. Igual ocurrió con la tía de los muchachos. La mimosa gateta enseguida conquistó a los moradores de la casa, consintiéndola todos los caprichos. Por su parte la gateta enseguida se habituó a sus nuevos amigos, al comprobar lo bien que se ocupaban de ella: cuidándola, mimándola y dándole su deliciosa cena. Era una especie de paté de buey y cordero que, a gusto de Rosa, olía que apestaba, además de tener pinta de estar crudo. ¡Aghh, qué asco! Por supuesto que a la mujer no la quedó otra que “tragarse” su asco y, ayudada por su hijo, y una vez echado en el platito decorado con dibujos de los 101 Dálmatas de Walt Disney, cortar el compacto bloque de carne en porciones muy pequeñitas, partidas con las cucharitas de plástico que se asemejaban a las que se utilizan para comer helados de cucurucho. “Milady” se zampó el contenido del plato en un santiamén, relamiéndose después y dejándose acariciar por sus cuidadores. Sin duda se encontraba a gusto en esa casa. Ahora sólo faltaba saber dónde iba a dormir la preciosa gatita. Miguel se la llevó a su habitación y la gateta, subida a la cama, se echó a los pies. Se apagaron las luces y todo quedó en silencio. Era hora de dormir.

¡Y tururú corneta! Un par de horas más tarde comenzó la sinfonía en “maullido” mayor, proferida por la divina soprano Violeta…

Una a una fueron encendiéndose las luces de las habitaciones, al mismo tiempo que las puertas de las mismas se abrían. La gatita no estaba ya en la cama sino en el suelo y su “miau-miau”, en el silencio de la noche, resonaba en realidad más estridente de lo que en sí era. 1Vaya, vaya, con que la gatita no decía ni pío por la noche…! ¡Verás mañana los vecinos!, ja,ja,ja, de seguro que se van a acordar de mí… y de toda mi familia, dijo la madre.

Todos convinieron en que, sin duda, la gateta echaba de menos tanto a su dueño como a su hogar. Sea como fuere en toda la noche ya no hubo quien durmiese y a las seis de la mañana, en un desesperado intento de acallar lo que parecían ser quejicosos requerimientos, dieron a “milady” una lonchita de jamón de York la cuál fue devorada con fruición. Al poco tiempo se pudo escuchar un extraño ruido que provenía del arenero: la gatita de angora estaba echando arena, con sus patitas, a fin de enterrar sus deposiciones. Una vez hecho esto se paseó alrededor de Rosa, pasando entre sus piernas y rozando las de la mujer con su peludo cuerpecito. Después se subió al sillón y, dejándose acariciar, cerró sus ojazos verdes y durmió un ratito.

El ama de casa reanudó los quehaceres domésticos que había dejado en “stand by” al ser prioritario para ella la limpieza del arenero y el fregado del suelo de baño, ya que la linda angorina había echado casi todo el pis por las baldosas. La mujer abría la ventana de la habitación para aviarla, cerrando la puerta para evitar que la gatita, al despertar, fuese allá y se subiese en el alféizar de la ventana; lo cuál podría suponer un peligro para el animalito, según ella pensaba. Hacía rato había pasado la “hora del angelus” cuando Rosa se dispuso a preparar la comida y, para evitar la concentración de humo en la cocina, abrió un poco la ventana, manteniendo la puerta bien cerrada. Una vez puso el guiso en la olla, salió y encontró en el pasillo a “milady”. La habló cariñosamente y la gatita se acercó a ella rozando su cuerpecito contra las piernas de esta, acariciándola. Rosa se agachó y pasó su mano varias veces desde la cabecita, bajando por el lomo de la gatita, hasta su cola. Era muy graciosa la forma en que la gateta elevaba su parte trasera para permitir ser acariciada.

La mujer marchó al salón y una vez allí escuchó el maullido de Violeta quién parecía llamarla. La gatita se encontraba en la entrada del baño con la mirada fija en Rosa. Ésta fue allí y enseguida se dio cuenta de lo que la preciosa gateta quería decirla. ¡Había hecho pis dentro del arenero! Rosa acarició a la pequeña angorina diciéndola lo bien que lo había hecho. Violeta se dejó acariciar subiéndose, acto seguido, en el sillón del salón, otro de sus territorios conquistados…

La puerta del pasillo, junto con el resto de las habitaciones, estaba abierta ya que el ama de casa iba y venía limpiando aquí y fregando allá. Por fin terminó y se fue al salón. Encendió la televisión y esperó que su hijo llegase del instituto para comer juntos. De repente echó en falta a la gatita. La llamó pero Violeta ni maullaba ni se hacia visible. Rosa comenzó a buscarla por las habitaciones. Miró detrás de las cortinas, debajo de los sillones y de las camas. La buscó por los rincones pero no pudo encontrarla. La ansiedad aumentaba por momentos en el ánimo de Rosa. ¿Dónde podrá estar?, ¿dónde se habrá metido?, se preguntaba una y otra vez. De pronto cayó en la cuenta de que la ventana de la cocina estaba un poco abierta y temió lo peor. ¡La gateta se había escapado! Fuera de sí, pensando en los peligros que una gatita de pedigrí, tan mimada como esa, podría sufrir allá, en la peligrosa vida callejera que a partir de entonces podría esperarla y sin querer ni imaginar el dolor que esa pérdida causaría tanto al dueño como a su propio hijo, la ansiedad se fue convirtiendo en pura angustia. Lloraba y buscaba. Buscaba y lloraba. Rezaba a todos los santos, especialmente a San Antonio que, según dicen, es el encargado de encontrar todo lo que desaparece… Se vistió y salió de su casa en una disparatada y banal búsqueda de Violeta. Miró por el patio de la comunidad en la que vivía y al no encontrarla salió a la calle, caminó entre la rosaleda, se paró y miró en un descampado. Había otros felinos callejeros pero nada, ni rastro de la querida gateta. Con el alma en vilo y la enorme tristeza reflejándose en su cara regresó a casa. No podía parar de llorar y la gran tensión a la que estaba sometida la hizo caer en eso que se denomina “ataque de nervios”. Minutos más tarde sonaba el timbre de la casa: era su hijo. El muchacho, al entrar, lo primero que hizo fue preguntar sonriente por Violeta, pero al ver la cara de su madre se barruntó algo malo. No tuvo tiempo de pensar en más ya que la madre, al instante, le soltó a bocajarro que la gatita se había escapado. Miguel se echó las manos a la cabeza diciendo: “me mata, Fernando me mata”. El joven comenzó a buscar a la gata por toda la casa, a pesar de que su madre le decía una y otra vez que ya lo había hecho ella sin obtener resultado alguno. Su búsqueda también resultó infructuosa. Miguel se dirigió a la cocina, volviéndose hacia su madre para decirla con voz alta, profunda y rotunda que era imposible que la gata hubiese saltado al patio desde esa altura. Aún así ambos bajaron y volvieron a echar una ojeada por el patio y por la calle. Al regresar a casa el muchacho preguntó a algunos de sus vecinos si la habían visto. La respuesta de todos ellos fue negativa. Lejos de desanimarse Miguel repetía una y otra vez que iban a encontrarla. Cayó en la cuenta de que, en todo caso, tal vez la gateta había pasado, saliendo por la ventana de la cocina, a la terraza del vecino de al lado. El hombre no estaba pues hacia ya un par de horas que había marchado al trabajo. Madre e hijo pensaron entonces en la posibilidad de que Violeta hubiese entrado dentro de la casa de ese vecino, al estar la puerta de la cocina de éste abierta, sin que él se diese cuenta y por ello, quizá, al marcharse y cerrar la puerta de la cocina la gatita se había quedado allí encerrada. Sería cuestión de tranquilizarse y de esperar a que su vecino regresase. Había un rayo de esperanza. Eso era lo realmente importante.

Rosa puso la mesa, pero no su plato en ella. No le entraba bocado alguno. Su estómago se había cerrado a causa del disgusto. Miguel sí comenzó a comer pero, tras ingerir un poco de alimento, dejó prácticamente entero el guiso en su plato. Tampoco podía comer más, a causa de la gran preocupación que tenía. ¿Cómo se lo iba a decir a Fernando?, ¿qué le diría su gran amigo? ¡De fijo que era un irresponsable! La madre le decía que no era su culpa, en todo caso la de ella. En realidad ella no se sentía responsable de tan grave pérdida puesto que estaba convencida de que, a pesar de haber dejado la ventana abierta mientras se hacia el guiso, había cerrado bien la puerta de la cocina al salir. Pero si así era, ¿por qué no aparecía la mascota por ninguna parte?

Sentados una al lado del otro en el sillón, sin siquiera encender el televisor, se miraban sin saber qué más decir o hacer. Así estaban cuando escucharon un maullido apenas perceptible. Al unísono exclamaron: “es Violeta”. Aguzaron el oído y esperaron en el pasillo. Un minuto más tarde se repetía el miau-miau gatuno. Provenía, sin duda, de la habitación de Silvia, pero ¿de dónde? Madre e hijo habían mirado bien por allí y no la habían encontrado. Rosa tuvo una idea. Fue a la cocina y cogió una de las latitas de comida para gatos. La abrió y la dejó en medio de la habitación de su hija. Unos instantes más tarde la pequeña cabecita negra asomaba por un hueco existente entre la pared y el arcón de la cama de Silvia, próximo al radiador. ¡Ahí estaba su escondrijo! La muy tunanta se había pasado gran parte de la mañana ahí metidita, a oscuras, pero ¿cómo podía entrar en esa oquedad tan reducida? Rosa y Miguel se miraron con gesto de sorpresa. Bueno, ahora había que hacer que saliese de allí, pues parecía que la gata no podía o quería hacerlo. ¿En qué forma conseguirían el objetivo? Muy fácil, Rosa acercó la latita al lugar donde estaba la gata y ésta, en dos movimientos, salió de su escondite en busca de su comida; ahora bien, la mujer, que estaba al tanto, en cuanto vió que la gateta había salido, presurosa retiró la lata puesto que hasta la noche no podía darle el alimento. Aquello no pareció sentarle demasiado bien a la aristocrática gata pero dignamente lo aceptó caminando tan sigilosa y silenciosamente como de costumbre, sin emitir maullido alguno. El resto de la jornada prosiguió sin mayor sobresalto aunque eso sí, comentando la “gracieta” protagonizada por Violeta la cuál, después, era motivo de bromas y risas. Sí, decía Rosa a su hermana e hija: “¡menuda risa me dió a mí!, ¡vaya susto me pegué!, mientras acariciaba a la gateta que se había echado a su lado en el sillón, quizá para compensarla por el disgusto.

Un par de horas después de darla su cena y su ración de mimos, llegó la hora de dormir. Violeta tomó posesión de la habitación de Miguel motivo por el cuál el joven volvió a compartir cama con la gatita. El muchacho temía hacerla daño al moverse, e incluso darle alguna patada ya que la gata se empecinaba en dormir a los pies, en lugar de hacerlo en un cojín que la habían puesto en el suelo. El caso es que no se sabe cómo lo hicieron pero esa noche no hubo recital gatuno. La diva del canto dormía a pata suelta…

Había amanecido ya cuando Rosa se levantó. Fue a poner la cafetera y se encontró con la gateta en el pasillo. La saludó dándola los buenos días y acariciándola. La gatita debió corresponder a dicho saludo pues su boca exhaló un leve “miau”. Una vez hecho el café Rosa se dispuso a tomar el desayuno y ahí sí comenzó Violeta a repetir insistentemente un maullido tras otro. Sin duda reclamaba su lonchita de jamón de York. Nada más terminar el último sorbo de café, la mujer sacó del frigorífico la “delicatessen” para, troceada, ofrecérsela a la bella gatita de pelo azabache, quien no dudó en comérsela y relamerse pidiendo más…

Al poco rato Rosa, desde la cocina y mientras ponía en marcha la lavadora, escuchó lo que ya para ella era el inequívoco sonido que señalaba que la gatita “estaba en el baño”: el ruido que la gateta hacia con sus patitas al remover la arena en el arenero. Una vez Violeta salió, volteando su cola como si de un plumero se tratase, Rosa fue y vió que, en efecto, tenía tarea que hacer allí…

“Milady” se movía a su antojo por toda la casa; sin lugar a dudas se había adaptado a la perfección y en muy poco tiempo, tanto al lugar como a las personas que allí habitaban. Eso sí, la casa permanecía cerrada a “cal y canto”. ¡Faltaría más!, cualquier medida de precaución era poca a tener en cuenta con tal que la gatita de angora no tuviese la más mínima oportunidad de escaparse aunque, bien mirado, ahora parecía muy dudoso que hiciese tamaña estupidez habida cuenta de lo bien que se la trataba. Sí, sin duda estaba muy a gusto allí y, aunque pudiese, no se escaparía pero como decía Rosa, más vale prevenir…

Violeta gustaba subirse a la cama de Miguel para realizar allí su aseo personal consistente en lamerse sus patitas, entre otras partes de su cuerpecito, y en tales menesteres fue pillada en varias ocasiones por su cuidadora. La anfitriona la miraba sonriente. Cada vez estaba más contenta de tener a la gatita en su casa. ¡Qué mal lo iba a pasar cuando tuviese que despedirse de ella!

El día transcurrió apaciblemente hasta que, por la tarde, Violeta, de nuevo, dejó de dar señales de vida. Nuevamente comenzó la búsqueda. La última vez que Rosa había visto a su mimada gateta fue por el pasillo, en compañía de Miguel. Después el adolescente entró en su habitación para estudiar un rato, dejando por ello de centrar su atención en el animalito. Rosa por su parte pensó que Violeta estaría allí con él.

Pasaron un par de horas y al salir el muchacho de su cuarto la madre le preguntó por la gateta, contestando el chaval encogiéndose de hombros. Erróneamente ambos habían creído que “milady” estaba en compañía del otro, respectivamente.

Buscaron una por una en todas las habitaciones pero de nuevo no la hallaron. No había ninguna duda de que estaba en casa ya que todas las ventanas estaban cerradas. Imposible totalmente su huída. ¿Estaría de nuevo en el hueco de la habitación de Silvia? No podía ser. La habían llamado e incluso habían depositado en el suelo, al igual que hicieran el día anterior, una latita de su comida abierta y Violeta no había salido al olerla. Además, ¿cómo había podido entrar?

Miguel cayó en la cuenta de que, al necesitar un libro de su hermana, había abierto el cuarto de Silvia y no había tenido la precaución de cerrarlo bien por lo que la gateta, con un pequeño empujón podría haber abierto la puerta.

Esperaron un buen rato para ver si salía o si escuchaban algún maullido. Nada, silencio total. ¿La habría ocurrido algo? Rosa empezó a temer que se hubiese quedado atrapada en aquel hueco, asfixiándose. ¡Oh, no, qué horrible!

Afortunadamente Consuelo, la hermana de Rosa, llegó de visita y ayudada por su sobrino desmotaron con gran esfuerzo parte del mobiliario que estaba unido al arcón bajo el cuál, al haber una parte de él hueca, casi con toda seguridad se había cobijado la linda gatita de ojos color esmeralda. Efectivamente el animalito estaba allí y, tal y como Rosa había intuido, se había quedado atorada sin poder salir, la gata sería negra pero… ¡la había liado parda! Violeta estaba tan asustada que ni siquiera emitía un miau. Por fin el joven logró sacarla con sumo cuidado mientras la acariciaba para que se sintiese segura. Una vez en el suelo “milady” se refugió en el rinconcito que formaba, a modo de un cuadrado, la unión de los dos sofás, justamente al lado de la mesita baja que había en el salón. Costó trabajo que saliera de allí. Rosa lo consiguió acercándose despacito a ella mientras, en su mano, llevaba abierta la latita de comida para gatos. ¡Pobre Violetita, menudo susto se había llevado también ella!

A partir de ese momento Rosa comenzó a llamar a la gateta “Barrabasa” o pequeña “Barrabasilla” ya que recordó que su abuela, cuando era pequeña, llamaba Barrabás a su primo pequeño a causa de las trastadas que hacia.

A la mañana siguiente la pequeña “milady” estaba acostada en aquel rinconcito del salón mirando fijamente a Rosa cuando ésta la encontró. La mujer se dio cuenta de que la pequeña Barrabasa seguía sin sentirse segura puesto que no había salido, como acostumbraba a hacer, al pasillo en su busca reclamando con su maullido el jamón de york de su desayuno. ¡Qué pena, con lo bien que se había adaptado antes de aquel incidente! Tenía que hacer que recobrase la confianza y, para ello, comenzó a decirla todo tipo de piropos: “reina mora, sultana, etc., etc.” No se sabe bien si fue por entender las palabras que Rosa la decía o si era por el dulce y tierno tono con los que las decía pero por fin la gatita salió de allí y fue a comerse el jamoncito. Poco después Violeta volvía a la normalidad, caminando por la totalidad de su feudo con esos garbosos andares que hacia que su cola se izase al compás de tan elegantes y silenciosos movimientos.

A media mañana el ama de casa observó como la gateta parecía buscar “algo” ya que iba de un lado para otro. Rosa cayó en la cuenta de que quizá el animalito necesitaba un sitio oscuro para dormir y sentirse segura, al no ser esa su casa. La mujer bajó la persiana de la habitación de su hijo y poco después comprobó como Violeta se introducía en ella. Se quedó unos minutos contemplando a la gatita a través de la puerta entreabierta y vió como ésta realizaba el ritual del aseo. Una vez realizada la higiene, la gateta se sentó en el borde de la cama más próximo a la puerta de la habitación mirando con sus preciosos ojazos fijamente hacia el pasillo, mientras movía su colita tan pronto de arriba hacia abajo como de un lado hacia otro, para después de un rato irse a tumbar al borde opuesto, al más cercano a la ventana del dormitorio. Ese día y los sucesivos hasta su partida, “milady” gustó dormirse un ratito allí, hecha un ovillito al enrollarse sobre sí misma.

El resto de los días todos los habitantes de la casa, gateta incluida, los pasaron en paz y tranquilidad, disfrutando de la mutua compañía. Violeta, quizá por aquel gran sobresalto, había sido más mimada de la cuenta, convirtiéndose en la verdadera dueña y señora de la casa, por lo que ahora se subía por encima de los sillones, de los muebles e incluso de la mesa… ¡Pequeña Barrabasa!

Llegó el día en que había que devolver la mascota a su dueño. ¡Qué tristeza tan grande! Los ojos de Rosa se habían tornado acuosos y su hijo, para consolarla a ella y para sentirse mejor él, le decía que no era una despedida ya que, en alguna otra ocasión, la gateta volvería a pasar unos días con ellos. Él se lo pediría a su amigo.

Fueron a buscar el transportín para meter dentro de él a Violeta. Miguel intentó atrapar a la gateta pero ésta salía huyendo, al parecer no quería irse de esa casa. Finalmente el adolescente pudo cogerla y meterla en la bolsa de tela a cuadros, a pesar de que “milady” ponía resistencia moviendo sus patitas. Finalmente entró en el transportín por cuyo lateral se veía la linda cabecita de la gatita mirando con sus ojazos verdes.
Miguel salió de la misma manera como llegó: portando en una mano a la gatita de angora y en la otra todos sus accesorios, pero ahora todo era tan distinto… Y es que la verdadera “pasión turca” para los García ya no era la que el gran escritor Antonio Gala escribiese en su novela sino la que “milady” Violeta, la barrabasa gateta, había provocado durante tan corta estancia en su casa, dejando ya por siempre su huella en sus almas.

Fin

miércoles, 16 de enero de 2013

LA FAMILIA PIÑA

Este relato que publico tiene un claro contenido social y describe las circunstancias  y el día a día por las que muchas familias están atravesando en la actualidad por culpa de un "puñaó" de egoísta, los verdaderos causantes de la crisis económica mundial.

LA FAMILIA PIÑA



Cualquiera que lea esto puede pensar que me he equivocado al escribir el apellido familiar, pensó Matilde una vez terminó de redactar el título de su escrito. Más no era así, aunque bien pudiera ser que, por ejemplo, la familia Peña también fuese una “familia piña”…

Matilde recordaba la conversación que había mantenido el día anterior con su vecina, Juana, acerca de esa final de la UEFA entre el Atlético de Madrid y el Atlétic de Bilbao en Budapest. Juana y sus hijos eran grandes aficionados al fútbol - de esos a los que se denomina “forofos” – y el club de sus amores era el Bilbao. Y es que fue a esa ciudad a la que su esposo y ella se trasladaron, de jóvenes, desde su pueblecito avilense. Allí nacieron sus dos hijos y de allí tuvieron que emigrar nuevamente hacia Madrid, en esta ocasión, porque los propietarios de la fábrica en la que trabajaba su marido Julio decidieron trasladar a la capital la fabricación de sus productos. Fueron tiempos duros pues no es fácil “levantar el campamento” dejando amigos, hogar, barrio y ciudad para adaptarse otra vez, en otro sitio, a otros amigos, otro hogar, otro barrio, otra ciudad… Pero ahora era aún peor que aquella primera vez a causa de sus hijos. La ansiedad les quitaba el sueño pues no sabía como todo ello afectaría a ambos hermanos habida cuenta que ellos, por ende, tenían que dejar atrás su colegio. Afortunadamente su vida en Madrid no supuso ningún trauma para los muchachos habida cuenta de la simpatía y el buen trato del que hacían gala en su relación con vecinos y compañeros de clase. Crecieron, terminaron sus estudios, comenzaron a trabajar y se casaron, pero siempre manteniendo ese cariño por Bilbao a través de su club de fútbol. Todo iba bien hasta que estalló la crisis en la que aún estamos inmersos (y lo que nos rondará “morena”) los españoles y por cuya causa el menor de los hijos y su esposa habían quedado sin trabajo y el del mayor… pendía de un hilo, aunque por fortuna la mujer de éste era funcionaria. Juana había comentado a Matilde la ilusión que les hacía poder ir a ver esa final de Copa en Budapest pero como, al conocer el coste por persona, habían desistido de hacerlo. Tanto Juana como su hijo mayor aún podían permitírselo pero… ¡Cómo gastar ese dineral habida cuenta de la penosa situación en la que se hallaba el menor de sus vástagos! Y es que ellos eran una de esa “familias piña” que tanto abundan hoy en día por culpa de la mala gestión de los malos políticos y banqueros de este país en particular. Juana y Manuel, el afortunado hijo que aún tenía un puesto de trabajo, habían llegado a la conclusión de que - aparte de lo feo que sería el ir ellos dos a ver esa final de la UEFA dejando a un lado al trabajador en paro, por falta de dinero que no de ilusión por verla – utilizarían ese buen puñado de euros en ayudar a Javier. ¡Para eso está la familia!, para ayudarse los unos a los otros.

Matilde estaba reflexionando sobre el lado positivo que la crisis económica dejaba ver: la unión entre las familias, el aunar esfuerzos y luchar codo a codo contra la adversidad. En esas estaba cuando un pensamiento aleteó por su mente en busca de una respuesta que, de antemano, sabía que nunca podría ser contestada a ciencia cierta: esos acumuladores de riqueza a los que les importa un rábano el prójimo, ¿pertenecerían a una familia “piña”? Casi podría afirmar que no, puesto que si ya es difícil recibir amor aún cosechándolo, ¡cómo recibirlo sin haber plantado antes esa semilla? Y esas personas no cosechan amor porque no saben amar… ni siquiera a sí mismos, porque en caso contrario sabrían que la verdadera felicidad y bienestar está en el interior de la persona y no en lo que las cosas te pueden proporcionar, y que una de las mejores formas de conseguirlo es ayudando desinteresadamente a los demás y no amasando fortunas… a costa de empobrecer, incluso, a países enteros. Sí, Matilde casi podría asegurar que, en el hipotético caso de que perdiesen todo su dinero, ningún miembro de su familia les ayudaría. Ese tipo de personas no saben ni tendrán la suerte de saber lo que se siente al formar parte de una “familia piña”… por mucho que puedan ir volando en primera y a hoteles de cinco estrellas para ver el final de cualquier Campeonato de fútbol o de lo que se tercie…



TE QUIERO VERDE

Este poema es uno de los que he escrito que hablan del lugar donde vivo. ¡Va por tí, Villaverde!


TE QUIERO VERDE
Cuando recorro tus calles

a veces puedo encontrarte

allá donde nunca

llegar pude imaginarte.

Asomándote te veo

por grietas y vericuetos

surgiendo de entre las tejas,

brotando del pavimento.

Por la historia que leí

- aunque no te conocí -

sé que eran verdes tus tierras:

sotos, dehesas, praderas…

En ellas se cultivaban

trigo, cebada, viñas

y productos de la huerta.

Quisiera yo poder verte

engalanada de verde

vestir de naturaleza

- tu verdadera esencia -,

cubriendo solares yertos

que en su día fueron moradas

de labriegos o de obreros,

y naves abandonadas

de fábricas ya olvidadas,

cuarteles que antaño fueron

construidos en tu terreno,

fantasmas de otros tiempos

de los que Villaverde está lleno.

Y es que sin duda quieres

volver a verte de verde,

por ello con fuerza irrumpes

cuando tienes ocasión

y en una brizna de tierra,

con el agua y con el sol,

le plantas cara a la urbe

demostrando valentía

y con denodado empeño

nos muestras bien tu valía,

haciéndonos así ver

que si nosotros queremos,

en este que es nuestro barrio,

al asfalto puede el verde

si por ello, peleamos

y si no nos conformamos...