lunes, 3 de febrero de 2014

SARA Y EL HUERTO MÁGICO

Sara vivía en un sexto piso de una calle de una gran ciudad. Era una preciosa niña pecosilla de grandes ojos verdes que apenas contaba tres años de edad. Le gustaba correr, saltar, jugar con sus juguetes, estar con sus amigas… ¡y la comida basura! La mamá de Sara no veía la forma de darle una dieta equilibrada pues la pequeña no podía ni ver frutas y verduras. Eso sí, se volvía loca por comer pizzas y hamburguesas. Su madre, a veces, conseguía que su hijita comiese un poco de pescado, sopa y algún que otro filete de pollo o ternera. Pero la falta de vegetales en la dieta de la niña la tenía muy preocupada pues sabía que la mayor fuente de vitaminas se obtienen a través de la fruta y la verdura. Llegó el verano y ese año, en lugar de ir a la playa los padres de Sara decidieron ir al pueblo de los abuelos. ¡Hacia años que no iban por allí! Se hospedarían en casa de un tío, ya mayor, que era la única familia que tenían en el lugar. A los pocos días Sara parecía haber nacido allí. Lo que más le gustaba era acompañar al tío Jaro a la huerta. Cada tarde el hombre, con mucha paciencia, le explicaba todo lo que había plantado. También le mostraba los árboles frutales y le enseñaba sus nombres y los frutos que daban. Después la pequeña se sentaba en una silla y veía como el tío Jaro quitaba las malas hierbas y recogía pimientos, acelgas, lechugas y calabacines, entre otras hortalizas. A Sara le gustaba ayudarle a regar por lo que mientras el huertano regaba la huerta con la manguera ella hacia lo propio en los árboles frutales con una pequeña regadera que tío Jaro le llenaba una y otra vez. Aún así la pequeña seguía sin probar los productos huertanos. Fue entonces cuando uno de esos días el tío Jaro contó a Sara que aquel huerto era mágico. La niña le miró sorprendida, con la boca abierta y luego le preguntó qué tenía de mágico. Tío Jaro le dijo que si ella, al igual que su madre y él mismo tenían los ojos verdes era a causa de los vegetales de aquella huerta. Y añadió que si seguía sin querer comerlos con el tiempo irían cambiando de color perdiendo aquel tono verdoso. La madre de Sara nunca supo lo que motivó el cambio repentino que experimentó su hija, quien de pronto comenzó a comer acelgas, espinacas, calabacines, peras, manzanas y muchas otras frutas y hortalizas, aunque estaba convencida que aquellas semanas en el pueblo, viviendo en contacto con los productos de la tierra, de seguro tenían mucho que ver con él.